¡No creemos en el Estado!…¡No debemos nada a nadie! ¡Nuestra riqueza
proviene de nuestro esfuerzo!…Así rezan las consignas de los adalides del neoliberalismo,
de los ricos y poderosos que amasan fortunas turbiamente, aquellos que creen en
un sistema económico sin Estado, que se quejan de sus leyes.
¡El Estado no tiene derecho a ingerirse en nuestros asuntos! Si acumulamos riqueza
es porque la merecemos, porque trabajamos más, porque sabemos hacer
negocios mejor que otros, somos más hábiles negociando.
Sólo tienen que abrir la boca para que resuene la falacia: que devuelvan el
idioma que hablan, aquel con el que embaucan a la sociedad, aquel que sirve
para sembrar ideologías convenidas. Si no creen en la sociedad, que creen el
suyo propio.
Que devuelvan también lo que saben, conocimientos emanados de muchas
generaciones pasadas. No podrían: sin lenguaje, sin símbolos, sólo serían animales.
Que inventen ellos las técnicas que usan, patentes de los muertos que les antecedieron, afinadas
tras una dilatada evolución tecnológica. Que sobre los páramos tiendan autopistas
donde transportar sus mercancías. Que contraten su propia policía, un ejercito
para defenderse de la muchedumbre doliente…ya no necesitarán comprar al
gobierno de turno. Que construyan a sus consumidores de barro, a imagen y
semejanza de sus propósitos, tan llenos de aire como su ideología, a quienes
poder estrujar sin remordimientos.
Y finalmente, que devuelvan sus cuerpos. Se necesitaron millones de años de
evolución para devenir lo que son. Si supieran cuantos muertos se necesitaron
para ser lo que son…si supieran cuantos desconocidos se precisaron para que sus
mentes pensaran como piensan…Y si en un rayo de intuición cavilaran: ¿son míos
estos pensamientos que pienso?…¿acaso no se asomaría un temblor de estremecimiento
en sus labios?
Ciertamente, el poder nos aliena con su ideología.
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